En los valles del norte de León, donde los puertos de montaña todavía reciben a los últimos rebaños trashumantes, Manuel Rodríguez Pascual observa los pastos verdes y el sonido de los cencerros con una mezcla de nostalgia y escepticismo. Veterinario, ingeniero agrícola y jubilado del Instituto de Ganadería de Montaña del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), Rodríguez Pascual ha dedicado más de tres décadas a investigar y defender una práctica milenaria que, paso a paso, se desvanece.
«Todo empezó en un viaje con pastores trashumantes. Caminaban durante siete días desde el sur de León hasta los puertos de Lois y Salamón. Yo conocía bien la zona porque mi mujer es de allí», cuenta. Aquella experiencia fue el inicio de una pasión: la trashumancia no era solo ganadería, sino cultura viva, ecología práctica y memoria histórica.
España cuenta con un tesoro apenas reconocido: una red de 125.000 kilómetros de vías pecuarias que ocupa el 1% del territorio nacional. Estas antiguas rutas ganaderas, utilizadas durante siglos por ovejas para desplazarse entre los pastos de invierno y los de verano, conectan la historia de la Mesta con la sostenibilidad moderna.
En los años noventa, la Ley de Vías Pecuarias de 1995 abrió una puerta a su recuperación, otorgando competencias a las comunidades autónomas para clasificarlas, protegerlas y permitir también usos turísticos: senderismo, equitación o cicloturismo. Sin embargo, el avance ha sido desigual.
«Extremadura, Andalucía o la Comunidad Valenciana han trabajado algo, pero otras como Castilla y León apenas han hecho nada», denuncia Rodríguez Pascual. “No hay señalización, ni desbroces, ni apoyo técnico. Y eso que en Europa nos envidian por tener un patrimonio así”.
TRASHUMANTES CONTRA EL TIEMPO
En los años 50, los pastores todavía recorrían a pie cientos de kilómetros. Hoy, apenas media docena de rebaños llegan desde Extremadura hasta el norte de León… y lo hacen en camión. La trashumancia larga está en retirada. En cambio, perviven otras formas más cortas, como la de los trasterminantes de Babia y Luna, que descienden hacia el Órbigo o el Páramo en invierno, caminando varios días.
“Aún quedan entre 40.000 y 50.000 ovejas que hacen ese recorrido. Pero cada vez hay menos pastores y más dificultades”, explica el investigador. “Antes, 1.200 ovejas se dividían entre dos rebaños y dos pastores. Ahora un solo pastor cuida 1.500 ovejas, aislado en la montaña durante todo el verano. Sin relevo. Sin apoyo”.
Los jóvenes no quieren esa vida. Los riesgos –lobos, osos, aislamiento– son altos. Y la tecnología que podría aliviar parte de la carga (cercados eléctricos, GPS, vigilancia remota) no llega. «No hay inversión, no hay estrategia».
CAMINOS TRASHUMANTES: UN FARO EN MEDIO DEL DESINTERÉS
En medio de ese panorama, algunas iniciativas tratan de rescatar la dignidad del oficio y el valor de las rutas ganaderas. Una de ellas es Caminos Trashumantes, liderada por Ernestine Lüdeke, que busca visibilizar la trashumancia como parte esencial del futuro rural y ecológico.
“Proyectos como ese son fundamentales”, reconoce Rodríguez Pascual. “Dan sentido a seguir luchando. Pero soy escéptico. Las administraciones dicen que sí, pero luego no hacen nada. No hay dinero, no hay medios, y a menudo ponen más trabas que soluciones”.
Lüdeke y su equipo han puesto en marcha actividades de sensibilización, señalización de caminos, jornadas con ganaderos y rutas abiertas al público. El objetivo es convertir la trashumancia en un motor de turismo sostenible, educación ambiental y desarrollo rural, integrando naturaleza y cultura en una misma ruta.
A la merma de pastores y la indiferencia institucional, se suma otro factor inesperado: la expansión del ganado vacuno. Procedente sobre todo de Asturias y Cantabria, este modelo ganadero, favorecido por la reconversión lechera, ofrece ventajas económicas inmediatas. Pero a largo plazo, puede resultar perjudicial.
«Las ovejas merinas, que fueron las que crearon estos pastos, requieren atención constante, pero cuidan el territorio. Previenen incendios, mantienen la biodiversidad. El vacuno no llega donde llegan ellas. Dejan zonas sin pastar y no ayuda a conservar el ecosistema», advierte el experto.
Además, las juntas vecinales que gestionan los puertos de montaña optan por alquilar el uso al mejor postor. «Y el vacuno paga más. Así que el ovino pierde espacio. Es una competencia desigual”.
Pese al panorama sombrío, Rodríguez Pascual no renuncia del todo a la esperanza. “Yo he estado en Australia. Allí siguen apostando por la oveja merina, seleccionan lana de alta calidad, en condiciones más duras que las nuestras. ¿Por qué aquí no? Tenemos profesionales, universidades, conocimiento técnico. Solo falta voluntad”.
Para él, el gran reto es político y estratégico: diseñar un programa nacional que responda a una pregunta esencial: ¿qué queremos hacer con las montañas españolas? Porque si el ovino desaparece de los puertos, lo harán con él los paisajes, los ecosistemas y una parte importante de nuestra identidad.
“La trashumancia no es solo un oficio del pasado. Es una herramienta para el futuro. Pero necesitamos acción. Necesitamos creer en ella”, sentencia. Y su mirada, en el corazón de León, sigue puesta en los caminos que aún esperan volver a llenarse de pasos, cencerros y lana.
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