Que nuestra sociedad cambia o avanza con los tiempos es algo para muchos incuestionable. En lo de cambiar no hallamos la menor duda de ello; no hay más que ver los usos y las modas de las distintas generaciones para atestiguarlo. En cuanto a avanzar, a ir a mejor, habría que, cuando menos, cuestionarlo…

De hecho, si observamos los textos de los autores y disertación de filósofos clásicos como: Platón, Ovidio, Homero, Aristóteles y demás… podemos apreciar claramente que los seres humanos y nuestra controvertida conducta apenas ha cambiado.

Entre las lacras que nos asaltan, el egoísmo, suscitado tras el miedo (a que nos falten nuestros medios de subsistencia) nos mediatiza para realizar nuestros actos terrenales y llevarnos por senderos más que cuestionables de la vida.

Por tanto, los valores humanos, esos que nos hablan de la moral y la ética; los que dictan qué es lo correcto y qué no lo es. O sea, el conjunto de virtudes de una persona en cuanto a su actuación, interacción y relación con su entorno… en infinidad de casos, está visto cómo los apartamos o ninguneamos sin valorar las consecuencias para alcanzar los logros que, de forma correcta, serían más difíciles de realizar.

Obviamos, por tanto que, al educarnos en valores, tendríamos, sin lugar a dudas, un futuro más honesto, solidario, bondadoso, humilde, respetuoso… Aún así hacemos caso omiso, por ejemplo, de personalidades tan admirables como Mahatma Ghandhi cuando nos dijo aquello de…: “Manten positivo tus valores, porque tus valores se convertirán en tu destino”.

La sociedad actual, inmersa en esa vorágine capitalista exacerbada, nos lleva irremisiblemente hacia el fracaso más certero, al ser prisioneros de un desquiciante mundo con una escala de valores más que cuestionable, porque está alejada de la verdad de nuestra existencia. En estos días, por ejemplo, su antítesis, la mentira, gobierna a sus anchas para oprobio de los moradores de estos lares. Mentir, según el diccionario, es decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa.

Y se hace para obtener beneficios, aunque dañe el concepto que tenemos del mentiroso. Pues la mentira lleva al deshonor, porque es una traición a la libertad de sí mismo, o porque es una violación a la libertad y al derecho del otro. Es también síntoma de autoestima e inseguridad.

Nos preguntamos, en muchas ocasiones, por qué hay tanto fracaso en nuestra sociedad donde abundan y van en aumento desmedido, los divorcios, la execrable violencia de género, las familias desestructuradas, la corrupción política y social… En todos estos casos, seguro que la mentira, entre otros condicionantes, está gobernando sobre esas erráticas vidas.

Para los creyentes, el pecado de la mentira, está recogido en el octavo mandamiento (Biblia: Éxodo 20: 1-17) cuando nos dice…: No darás falso testimonio ni mentirás. Este Mandamiento se relaciona con la verdad, yendo en contra de toda falsedad y requiere que luchemos por el conocimiento y demás testimonios de las verdades conocidas.
Sabemos que es un ejercicio encomiable, éste de ser paladines de un mundo en pos de la sinceridad, pues… “Quien escucha a la mentira no puede comprender y acoger la verdad; porque está cerrado a ella.” (Jn 3,20: 1 Jn 4,6) Es más, la manifestación de la verdad incrementa en el mentiroso el rechazo a esa luz, aumentando el endurecimiento y la ceguera.

Los cristianos tenemos un magnífico guía en Jesucristo. Él nos dijo…: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.

Aun así, Jesús también padeció este mal. Recordemos a Pedro, negando el conocerlo a pesar de haber sido advertido por Él en la Última Cena: “Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces”. Judas, el otro discípulo, también lo traicionó mintiendo por omisión en esa trascendental noche.

En la Biblia, igualmente, hallamos casos como el de Adán y Eva al mentir a Dios acerca de comer la fruta del árbol prohibido. Personajes como Abrahán, Jacob, David… caen en el pecado del Diablo, que es el padre de todas las mentiras, engañando y cegando a las personas para llevarlas cautivas según la voluntad de él. (Moisés 4: 4)

En estos aciagos días se ha hecho, por desgracia, viral en las redes sociales la palabra mentira. Y la hemos acogido para que nos gobierne en este mundo desquiciante que quiere, como diría el poeta romano Horacio, vivir el Carpe diem sin importarles las consecuencias que traerán.

Nuestra obligación, como cristianos comprometidos, es tratar de arrojar luz, desde la mesura y la concordia, sobre las tinieblas del mal.

Juan Tomás Rayego Benítez